9 septiembre, 2009
Publicado por Francisco Javier Villalba
Con el advenimiento de Internet (y entiéndase ese advenimiento con todas y cada una de sus correspondientes connotaciones mesiánicas) accedimos a niveles de inmediatez de la información inéditos (al principio a razón de 56 kbps, con suerte) y a una utópica percepción de universalidad. No toda la información era valiosa ni libre, y mucha de ella era y sigue siendo errónea, discutible e insustancial. Pero despuntaba ya un ideal de futuro fascinante.
Eran tiempos mayoritariamente de banda estrecha, sobre todo en España, pero ya por entonces afloraron avanzadillas de insurgentes dispuestos a
descerrajar los derechos de autor. Al principio fue
Napster. O dicho de otro modo, Napster fue el
facilitador, pues no es que fuera
cerrajero. Los eufemismos y el universo virtual no se llevan muy mal del todo. Luego, bajo el noble afán de actuar de enlaces, solo de enlaces, entre diferentes usuarios fueron apareciendo otras aplicaciones
altruistas que, como por cosa de ciencia ficción, eran capaces de
teletransportar archivos desde un punto A a otro B, de tal manera que, por 1999, Ana, de Portugal, le daba a conocer a Richard, de Illinois, quiénes eran
Madredeus; Richard, a su vez, le dejaba a Ana píldoras, en formato mp3, de aquella prometedora artista de 22 años llamada
Fiona Apple. El resto ya es historia: Audiogalaxy, Morpheus, Kazaa, edonkey2000, eMule, Torrent, etc. A la
SGAE nunca le entró bien aquello, pero le abrió los ojos para obtener réditos.
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